Queridos hermanos de Santa Bárbara, Meditemos hoy en Jesús, quien se hizo bautizar por Juan en el río Jordán. Juan ofrecía un bautismo de penitencia, en el que utilizaba el agua para simbolizar la purificación del corazón y de la vida. El predicaba este bautismo al pueblo de Israel para preparar la inminente llegada del Mesías y advertía a todos que vendría alguien más grande que él, que no bautizaría con agua, sino con el Espíritu Santo.
Cuando Jesús fue bautizado, el Espíritu Santo descendió y se posó sobre El con apariencia de paloma. Se oyó entonces una voz del cielo que decía: “Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias”. Por eso, el bautismo de Jesús en el Jordán es también una «epifanía», una manifestación de la identidad mesiánica del Señor y de su obra redentora, que culminará con su muerte y resurrección, y así el mundo entero será purificado en el fuego de la misericordia divina.
Todos los bautizados somos hijos de Dios en Cristo Jesús, nuestro Maestro y Señor.
En esta fiesta, San Juan Pablo II solía administrar el sacramento del bautismo a algunos niños de empleados y allegados del Vaticano, lo cual se ha convertido en tradición. Igualmente, en cada bautismo, en cualquier lugar del mundo, los padres creyentes llevan a sus hijos a la pila bautismal, que representa el «seno» de la Iglesia, y en sus aguas benditas son engendrados como hijos de Dios. Los niños recién nacidos que reciben el sacramento del bautismo, cuando sean adultos, recibirán de modo libre y responsable el sacramento de la Confirmación que, precisamente, confirmará el bautismo y conferirá a cada uno el «sello» del Espíritu Santo. Todos los bautizados somos hijos de Dios en Cristo Jesús, nuestro Maestro y Señor.
Pidamos al Señor y a nuestra Santísima Madre para que en esta solemnidad todos los cristianos redescubramos con alegría la belleza de nuestro bautismo y renovemos continuamente nuestro deseo de ser santos purificando constantemente nuestros pensamientos y acciones.
Padre Alvaro Huertas